Trashumancia

Breve historia

Promemoria de la historia agropecuaria de España

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La práctica de la trashumancia desde tiempos remotos ha marcado en profundidad el paisaje agrario y no solo, caracterizando amplios territorios de nuestro país y de los demás pueblos mediterráneos. Si tratamos el pastoreo trashumante estamos tocando los temas de la cultura local, de la diversidad biológica, los valores medioambientales y naturales, las practica de cría y los usos relativos al patrimonio zootécnico de los últimos siglos. El viaje estacional de hombres, rebaños y vacadas ha fundado la extraordinaria “civilización de la trashumancia”, un conjunto de valores culturales, ambientales y antropológicos que han ido consolidando nuestra identidad histórica y social, una herencia capaz, tal vez, de producir hoy una nueva clave de lectura de nuestros territorios.

Antecedentes

Enclave entre el norte europeo y el sur africano, la Península Ibérica y más concretamente España han sido un territorio de encuentro y pasaje de pueblos en un inacabable proceso de cultura y de sangre, siendo la estructura interna de la península, dominada por una orografía abrupta, decisiva en su influencia histórica.

A las altas tierras meseteñas y montañesas, víctimas de un clima riguroso, escasa lluvia y pobres suelos, se oponen las feraces depresiones del Ebro y Gualdquivir donde la agricultura prende con fuerza desde la llegada de los primeros colonizadores mediterráneos. En el interior la ganadería será la salvación tanto de las tribus celtiberas como de romanos, visigodos o pueblos norteños. Después la lucha contra el Islam de los reinos castellano-leonés y aragonés da nuevo aliento a esa especialidad pastoril, que hará de la oveja el animal rey. En la Edad Moderna, el apoyo de los poderes públicos, deseosos de capitalizar el tirón de la demanda europea de la lana, reforzará el poder de la oveja frente al arado hasta el XVIII, en tanto las cañadas trashumantes pasan a ser las más transitadas vías de comunicación del país.

En la Edad del Bronce, amplias regiones del país, hasta entonces vírgenes, conocen las faenas del laboreo, adaptadas siempre a las condiciones del terreno. Por ellos las fértiles tierras del Ebro y del Segre despliegan una rica agricultura cerealística, el futuro granero ilergeta, y las tierras más altas –rebordes pirenaicos, mesetas- una ganadería trashumante, caballar y porcina, combinada con la recogida de castañas y bellotas.

Con los Romanos, a partir del siglo I, los repartos de tierra promovidos por la Republica y por Cesar favorecen el renacer agrícola de la Bética y del valle del Ebro. El trigo es el rey de los cereales, aunque ni el arado romano ni los regadíos conseguirían mejorar los rendimientos por hectárea, que permanecieron muy bajos. Crecieron los viñedos, fomentados por las formas de vidas importadas, pero sólo los vinos gaditanos eran para la exportación. El aceite de oliva, al contrario, logró copar el mercado de Roma por su gran calidad y, en general, Hispania fue prodiga en arboricultura y horticultura: la despensa de Roma.

La cría de ganado, pilar de la economía celtibérica y lusitana va conquistando una posición privilegiada en las regiones de la Meseta. Por Extremadura pacen las piaras de cerdos, en tanto que grandes vacadas pueblan las marismas del Guadalquivir y los antiguos latifundistas béticos hacen experimentos con las ovejas, cruzándolas con norteafricanas, a la búsqueda de lanas de más calidad. Para Roma, Hispana siempre fue mera colonia, sin embargo, gracias a la extensión de vías terrestres (las calzadas) y marítimas, podía participar del intenso comercio mediterráneo.

Ya en el siglo VII, en el norte peninsular los Godos desarrollaron con provecho sus aficiones ganaderas. Herederos de la estructura agropecuaria romana, la enriquecieron con la cría de ganado ovino y porcino, dejando indicios de trashumancia entre regiones apartadas, cuya ruta principal venia a coincidir con la vieja Vía de La Plata.

La Reconquista de los siglos XI y XII va consolidándose a la par que se van consolidando los desplazamientos de cabañas de los “cristianos” y exacerbará la disparidad de criterios entre el rendimiento de los territorios adquiridos y la agricultura quedará relegada a una posición secundaria dentro del conjunto agro-pecuario, frente al arrollador avance de la oveja.

Múltiples son las causas que podrían explicar el “adehesamiento” de una gran parte de la península ibérica, pero quizás las más significativas derivaron del propio proceso reconquistador: la inestabilidad bélica promovió a las cabezas de ganado ovino a la categoría de bien seguro, apto para ser trasportado y defendido del acoso enemigo. Cuando, a mediado del siglo XII, Castilla y Aragón acabaron con las taifas sureñas, la ganadería lanar ofrecerá un sistema racional de aprovechamiento del espacio, sin la necesidad de desplazar los contingentes humanos que la roturación agrícola precisaba y de los que carecían los propietarios norteños.

El imperativo de aprovechar los pastos disponibles en cada estación del año, exigió el desplazamiento de la cabaña ganadera. En un principio la movilidad, como pasa en las zonas alpinas europeas, se limitó al tradicional ir y venir del valle a la montaña, como en las regiones al norte del Ebro y el Duero, sin embargo, tras la toma de Toledo y la invasión aragonesa de Soria y Teruel, se empieza a practicar una trashumancia a gran escala cuyas metas se sitúan en las serranías de los sistemas Central e Ibérico y, posteriormente, en las dehesas de Extremadura y de La Mancha.

El ganado originario que utilizaba las cañadas eran las legendarias ovejas merinas, criadas por su apreciada lana cuya exportación llegará a salvar en más de una ocasión la hacienda real de la quiebra.

Para mantener las cañadas, mediar en los enfrentamientos de campesinos y ganaderos y luchar por la exención impositiva nacerán las Juntas, poderosos gremios de pastores. Su agrupación en el Honrado Consejo de la Mesta (año 1273) por obra de Alfonso X de Castilla, señala la etapa inicial de imposición absoluta de los intereses ganaderos.

Sólo en Cataluña las dinámicas son diferentes: la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) permitió poner fin a los malos usos, impuestos abusivos y cargas que tenían los payeses de remensas y convirtió a este grupo en una “sólida clase media campesina”sin paralelo desde ese momento en ningún otro territorio español.

De forma esquemática, podríamos afirmar que la gran parte del siglo XVI fue de expansión agrícola gracias a la paz y el tirón de la demanda americana: bosques y pastos son roturados para sostener el crecimiento demográfico y la urbanización. Este hecho, agría a veces aún más las frágiles relaciones entre campesinos y ganaderos en las regiones castellanas.

Concentración de la tierra, declive y decadencia

Pero las tierras de escasa fertilidad, aradas superficialmente y con climatología adversa no consiguen incrementar de mucho las cosechas, así que desde el año 1580 empieza el declive. Los terratenientes elevan desorbitadamente las rentas de la tierra a la vez que se deterioran las condiciones de vida de la clase campesina.

Para poder defenderse de las malas cosechas o ampliar sus explotaciones, muchos pequeños y medianos propietarios acudieron a los préstamos hipotecarios, pero los intereses abusivos y los factores climáticos adversos acabaron arruinándolos. Ricos comerciantes, nobles y eclesiásticos concentraron así los beneficios al alza de los precios agrarios.

Esto se da dentro de un proceso más general a lo largo del siglo XVI de acelerada concentración de la propiedad de la tierra. Numerosos comunales se convierten en bienes privados por venta o deudas de los ayuntamientos, mientras Felipe II y sus sucesores enajenan buena parte de los realengos, bienes concejiles o pastos de las Ordenes Militares para compensar los gastos de su ruinosa política imperialista. Además la presión fiscal sobre el campesinado acabó esquilmándolo y muchos de sus solares acabaron en mano de los latifundistas nobiliarios. Es decir: se da un fuerte avance de los señoríos de Andalucía, La Mancha y de las dos Castillas, con una clara tendencia de retroceso frente a las políticas anteriores de intentar limitar las jurisdicciones privadas.

La servidumbre jornalera, los tercios militares extendidos por Europa o la emigración a América se trasforman en los únicos caminos para los campesinos empobrecidos.

El descenso de la población, la tierra en manos de propietarios absentistas, la expulsión de los moriscos, la disminución en la llegada de metales americanos con sus consecuencias, las alteraciones monetarias, …todos los elementos que han generalizado la imagen de la decadencia para la España del siglo XVII, junto con los males tradicionales del campo, explican el retroceso de la agricultura, sobre todo castellana, en este periodo.

En lo que a la ganadería se refiere, hemos citado como la necesidad de alimentos había roto el equilibrio bajomedieval. Con Felipe II la Mesta pierde su antiguo lustre y se reduce un tercio el número de cabezas, aunque hay que decir que a cambio aumenta la ganadería de corto radio o estabulada. La subida de los precios de los comestibles animaba a los propietarios a roturar sus pastos, aunque las epidemias, la Guerra de las Comunidades o la quiebra de los mercados del norte nos ayudan a explicar el relativo desfallecimiento ganadero.

Es importante recalcar como la ganadería siempre estuvo vinculada a la agricultura. El ganado estante presenta menos problemas a lo largo de esta fase histórica, sin embargo a partir del siglo XVI había empezado un cierto debate entre los partidarios de mantener un número considerable de cabezas de ganado en las explotaciones agraria y los que se oponían a ello. La importancia del estiércol y su mayor o menor utilización en las diferentes regiones, así como el empleo de determinados animales como bestias de tiro serían algunos de los elementos de esta disputa.

Pero en la península ibérica, sobre todo en la Corona de Castilla, fue la ganadería trashumante la que levantó los mayores pleitos y disputas entre agricultores y ganaderos, decididos cada cual a obtener o mantener privilegios que asegurasen su supremacía. Sin embargo, la historiografía más reciente no comparte del todo esta tradicional y general visión: la de un enfrentamiento sistemático entre pobres agricultores defendiendo su s campos y cosechas de los rebaños trashumantes y unos ganaderos todopoderosos. El fenómeno fue mucho más complejo puesto que, sólo para dar un ejemplo, muchos ganaderos poseían también tierras dedicadas al cereal y por lo tanto tenían intereses en la agricultura.

La ganadería trashumante ovina alcanzó una importancia indudable, pero el debate sobre el papel que desempeño la trashumancia en la decadencia económica de España sigue abierto. De lo que no hay dudas es que la cría de ovejas trashumantes llegó a significar para la economía española más que el olivo, la viña y el cobre. El contexto de la trashumancia no se limitaba al reino castellano, sino que implicaba ciudades mercado como Segovia; comerciantes genoveses que adquirían la lana por adelantado y que, como los florentinos, contaban con tinas propias para preparar el vellón; los transportistas de la balas de lana; las flotas que partían de Bilbao rumbo Flandes o las expediciones desde Alicante o Málaga hacia Italia.

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La Mesta

Como hemos dicho con anterioridad la Mesta, más precisamente El Honrado Consejo de la Mesta se remonta al siglo XIII cuando Alfonso X, en el esfuerzo de consolidar su reciente “Castilla” tuvo que reconocer la formación de una agrupación de propietarios de rebaños trashumantes. La Mesta se convirtió con el tiempo en un poderoso organismo con numerosos derechos y privilegios. Dichos privilegios los colocaban muy por encima de los ganaderos estantes y de los agricultores: los propietarios de las dehesas donde invernaban estaban obligados a alquilar sus pastos a estos ganados sin poder modificar el precio de arriendo ni cancelarlo. Un complejo organigrama de funcionarios y alguaciles vigilaba el cumplimiento de las normas y, en especial, la conservación de los mojones y de la anchura de las diferentes vías pecuarias. También se eximía a los pastores de prestar el servicio militar y de testificar en los juicios.

Cuatro eran las principales cabañas que agrupaban a los ganaderos: Soria, Segovia, Cuenca y, en el norte, León. Es interesante recalcar que para ser miembro de la Mesta no hacía falta tener un número concreto de animales, sólo demostrar el pago del servicio y el montazgo, que acreditaban la participación en la trashumancia. A través de caminos reservados denominados cañadas, los rebaños viajaban en octubre desde sus pastos de verano en la meseta norte a los extremos en Andalucía, Extremadura y otras dehesas del sur donde pastaban hasta abril cuando emprendían el regreso a los agostaderos. En sus primeros años de funcionamiento la Mesta solía celebrar tres reuniones anuales en las que se tomaban los acuerdos más importantes. A principios del siglo XVI estas reuniones se limitaron a dos: una en invierno y otra en verano en las zonas en las que estuviesen los rebaños. En el siglo XVIII Madrid se convertía en la sede única de estas reuniones. Aunque el sistema guarda una apariencia democrática, en realidad los grandes propietarios, miembros de la nobleza o grandes monasterios podían hacer valer su prestigio e influencia, imponiendo sus decisiones.

Cuando los Reyes Católicos calificaron a la ganadería como “principal sustancia de estos reinos” probablemente se limitaban a constatar una realidad que habría que relacionar con peculiaridades geográficas y climáticas o incluso con acontecimientos históricos de la época medieval que inclinaron a sectores importantes de la población hacia la ganadería en vez de la agricultura. Aún precisando esto, es obligado señalar la protección que los monarcas dedicaron hasta finales del siglo XVI a este sector de la economía que les proporcionaba saneados ingresos, protección que en ocasiones fue causa clara de prejuicios a la agricultura.

En la que durante mucho tiempo fue considerada época de máximo desarrollo, el primer tercio del siglo XVI, la Mesta llegó a tener más de tres millones de cabezas, cifra que disminuyó luego, durante el resto de la centuria y el siglo siguiente, sin que esto significara forzosamente decadencia de la institución, pues se mantuvieron elevadas cifras de exportación de lana y los rendimientos medios fueron buenos. Los estudios más recientes prefieren ver el siglo XVII como un periodo de reestructuración que le permitiría alcanzar su máximo desarrollo en el siglo XVIII, considerado hoy como la época más brillante de la ganadería trashumante, llegando en 1780 a contabilizarse cinco millones de cabezas.

Liberalismo y fin de la Mesta

Si el Liberalismo pretendía remover las estructuras del Antiguo Régimen, no tenía más remedio que enfrentarse al eterno problema del campo. Si embargo, sus intentos de revolución jurídica y la llamada desamortización, más que desplazar a las antiguas clases poseedoras, terminaría por reforzarlas.

Entre 1813 y 1836, la legislación liberal acaba con las prácticas de aprovechamiento comunal declarando el cierre y el acotamiento de las fincas particulares, medida que remata la ganadería trashumante, en declive a causa del avance de la agricultura y el bloqueo internacional a la lana meseteña. Además, a esta le surge una fuerte competencia en Suecia, Prusia, Austria, Francia y Sajonia, donde se han instalado rebaños de merinas españolas aprovechando las guerras civiles peninsulares. La lana hispana pierde su tradicional hegemonía en los mercados europeos y, con el colapso exportador, los grandes propietarios se arruinan mientras el número de cabezas trashumantes cae de los cuatro millones y medio de fines del XVIII a un millón y ochocientos mil en 1865. Paralelamente a este crepúsculo, la Mesta se disuelve en 1836 para integrarse los ganaderos en el nuevo marco jurídico liberal.

Añadamos a esto la perdida de las colonias, que cancela el envío de plata americana. La sangría de metales preciosos dispararía las tensiones deflacionistas y devaluará aún más los ya menguantes precios, arruinando a numerosos pequeños campesinos u obligándoles a una sobreexplotación para hacer frente a los pagos fiscales o crediticios.

Por el miedo a una completa desmonetarización del país, el gobierno de España decreta en el año 1820 el cierre de fronteras a los trigos europeos y potencia el intercambio interregional en la península, primer paso hacia el mercado nacional, a imitación de Francia.

El nuevo (¿antiguo?) mosaico productivo del campo español queda así caracterizado: Castilla, Aragón y Andalucía al cereal; las tierras del Guadalquivir y del Guadiana al olivo y la costa mediterránea a la viña y a los frutales.

Conjurada la crisis, la producción y los precios se recuperan iniciando a mediados del siglo XIX un apreciable movimiento ascendiente. Gracias también al empuje demográfico, la agricultura se dinamiza, adaptada al consumidor español y al mercado europeo, aunque mantiene el lastre del bajo rendimiento. Espoleada por la liberalización de las tierras y las leyes proteccionistas, el área cultivada se extiende permitiendo alimentar en 1860 a quince millones de españoles, sin tener que importar alimentos del extranjero. Con sus altibajos, este impulso roturador se prolongará hasta 1930 y pondrá en cultivo seis millones de hectáreas, más de la mitad de las cuales dedicadas al cereal. Sin embargo, ya casi en el siglo XX, la supremacía del grano es disputada por la triada mediterránea –naranja, viña, olivo- debiendo pagar el bosque los platos rotos de la revolución agraria, al reducirse los espacios naturales y privatizarse la mayoría de los montes públicos.

En este siglo triunfa el capitalismo en Europa (…y soporta su primera y terrible crisis en 1870) y se pone en marcha un mercado agrícola europeo. Al igual que en España, el continente se divide en zonas especializadas, mientras los precios tienden a igualarse. A la agricultura española esto le viene bien, aunque los cereales apenas toman ya el camino de la exportación (salvo durante la Guerra de Crimea), vino, corcho y aceite son las estrellas de las ventas al extranjeros españolas, acompañados cada vez más por los frutos secos, las hortalizas y las naranjas. Gracias al ferrocarril, además, se consigue comercializar un buen número de productos perecederos –hortalizas, lácteos y carnes- que con anterioridad no podían intercambiarse. Esto significará también un reajuste en la localización de los mercados principales y el auge de una ciudad o de una zona en perjuicio de otras.

Modernización agraria y descalabro de la ganadería lanar

Desde 1860 la viticultura se erige en el sector pionero de la modernización agraria, conquistando las fértiles y poco aprovechadas tierras de La Mancha, La Rioja, Cataluña y Valencia, hasta llegar a su edad de oro entre 1877 y 1893, cuando la plaga de la filoxera dispara sus exportaciones a Francia. Cataluña y Valencia son las más favorecidas, aunque el efecto benéfico implicaría también a los caldos riojanos y manchegos.

A punto ya de entrar en el siglo XX, el auge de Estados Unidos, que en pocas décadas multiplica por siete la superficie de sus tierras cultivadas, y el avanzar de Argentina, Australia y Canadá, conseguirán, conjuntamente con la gran producción de grano rusa, saturar el mercado y desplomar el cereal español. Lo mismo pasará con la carne, la lana, el arroz, el cáñamo o la seda. El mismo aceite de oliva perderá posiciones a causa de la competencia del petróleo y la grasa animal.

Desahuciados de los mercados internacionales, los gobiernos tuvieron que elegir entre rebajar los costes de producción mediante un cambio tecnológico que incrementase los rendimientos o reforzar las medidas proteccionistas. Donde los terratenientes eran más poderosos (España e Italia) los gobiernos eligieron la respuesta más conservadora: la subida de aranceles. Los cerealistas españoles unidos en la Liga Agraria dirigieron sus ataques contra un estado demasiado liberal, y, aupando a Cánovas, con su ayuda desde el gobierno, consiguen que en poco tiempo el mercado interno se convierta en un monopolio de latifundistas, verdadera clase dominante hasta la Segunda República.

La ganadería, muy castigada por el declive de la trashumancia, no toca fondo hasta comienzos del siglo XX, para recuperarse un poco después, gracias al empuje de Andalucía, Extremadura y Galicia, que especializan su cabaña en tareas agrícolas y en razas productoras de carne y leche. La perdida de pastos y las dificultades de exportación descalabran la ganadería lanar, que tiene que competir ya incluso en el mercado interno con la materia prima extranjera importada a bajo precio por la burguesía textil catalana.

El ganado vacuno soporta mejor los cambios agropecuarios adaptándose al consumo de las ciudades, en un proceso de especialización paralelo al del porcino en Galicia, alto Ebro y Castilla la Nueva. Sin embargo, a pesar de Madrid y Barcelona, la demanda se frena por el precio de la carne, prohibitivo para las clases populares y la competencia del bacalao como sustituto proteico. Estos obstáculos impiden que, a parte algunas excepciones en Andalucía y Extremadura, no se constituyan grandes y rentables empresas ganaderas. Galicia tendrá un corto periodo de florecimiento exportador gracias a la venta a Portugal y Gran Bretaña de ganado vivo. De cualquier forma, el mercado exterior se hunde por imposibilidad de competir y por la carne congelada americana.

El advenimiento de la Segunda República iba a suponer cambios de importancia también en la regulación del dominio público pecuario. Por Decreto de 28 de mayo de 1931 se “reintegraron” a la Administración las “facultades delegadas en la asociación Nacional de Ganaderos”, respecto, por ejemplo, la clasificación y deslinde de las vías pecuarias, atribuyéndose a la Dirección General de agricultura todas las competencias que sobre esas materias tenían los grandes ganaderos. En realidad, todo estaba haciéndose en función de la nueva inminente Reforma Agraria para lo cual existió un “Informe sobre el destino que debe darse a las Vías Pecuarias de España en la nueva Ley Agraria” de 1932, donde se definía al régimen ganadero trashumante como de “hartura y hambre” y se planteaba la venta de todas ellas “tasándolas a precio corriente en la localidad y entregadas a los sindicatos de obreros de la tierra para asentar en ellas el mayor número posible de ellos”. Con todo, la Ley de Bases para la Reforma Agraria de 15 de septiembre de 1932, declaraba exceptuados de la expropiación, entre otros, “los bienes comunales pertenecientes a los pueblos, las vías pecuarias, abrevaderos y descansaderos de ganado y las dehesas boyales de aprovechamiento comunal”.

Destrozada España y cualquier hipótesis de reforma y vida digna en el campo por la Guerra Civil, la clasificación y organización de las vías pecuarias deberá de acomodarse no sólo al régimen, sino también, sobre todo a partir de la Ley de 14 de abril de1962, al ritmo impuesto por las aceleradas declaraciones de concentración parcelaria. El existente Servicio de Vías Pecuarias, deberá medirse con un fuerte periodo de despegue y crecimiento de la economía española y enfrentarse con una serie de actuaciones estructurales públicas cuya matriz desarrollista carece de sensibilidad para respetar los viejos caminos pastoriles. Además, tras el llamado periodo de la “estabilización económica”, que derrumba el modelo autárquico precedentemente dominante, va a alcanzarse una etapa de fuerte crecimiento en todos los sectores productivos, a cuyo proceso coadyuva de forma muy significativa el turismo. Turismo que, a su vez, va a provocar un espectacular y poco planificado incremento de las infraestructuras turísticas costeras, que carecerá completamente de escrúpulos a la hora de modificar los usos del suelo.

Así las cosas, y como contrapunto verde al páramo amarillento del desarrollismo, con Decreto de Ley 17/1971 se adscriben las competencias sobre vías pecuarias al Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza (ICONA).

Con la llegada de la democracia y la nueva Constitución de 1978, se va poco a poco a una nueva configuración territorial y administrativa del Estado. Desde 1980 a 1985 se asiste al traspaso de competencias de la Administración Central a las Comunidades Autónomas en materia de Conservación de la Naturaleza, entre las que se encuentran, con carácter general, las relativas a la gestión y administración de las vías pecuarias. Será sólo en el año 1995 cuando se promulgue una verdadera Ley de Vías Pecuarias, el 23 de marzo, en la que se declaran «patrimonio público, inalienable, inembargable e imprescriptible, la red española de caminos ganaderos.

Unión Europea y PAC

Aunque es a partir del año 1986 cuando España entra a pleno titulo en la entonces Comunidad Europea, es desde la década anterior que la economía y el sector agropecuario español se iban preparando a esa incorporación y se enfrentan de forma dramática a la crisis y a la trasformación.

Lo que hay que reconocer es que la destrucción de las formas de producción agrarias tradicionales han ido a partir de los años 80 intensificándose y cambiando de carácter. Si bien es sin dudas la adhesión a la hoy Unión Europea el factor que más ha afectado, es importante no infravalorar el impacto de los paralelos procesos de la Globalización.

En síntesis, la agricultura española, como la de los demás países, ha sido afectada por una profunda trasformación de la industria alimentaria y de los sistemas de distribución de alimentos que ha intensificado fuertemente su carácter internacional. Casi sin que nos diéramos cuenta, la agricultura y las industrias de la alimentación se fueron uniendo a la lista de sectores globales, proporcionando un amplio mercado mundial para una red de instituciones que transcienden, con mucho, las fronteras e los estados. Las implicaciones de esta globalización han sido profundas para agricultores, ganaderos, procesadores de productos alimentarios, consumidores, así como para las instituciones públicas, científicas y de negocios que participan en la cadena alimentaria. Hemos transitado, dejándonos en el camino a cientos de miles de pequeños productores y productoras, de la explotación agraria al “sistema agroalimentario global”. Este sistema tiene como componentes principales 1) la industria agroalimentaria (suministradora de los factores de producción agraria), 2) el sector agrario (la producción alimentaria propiamente dicha) y, 3) la distribución de los mismos. Dado el carácter hiper-concentrado y trasnacional de muchos de los componentes de los dos extremos (1 y 3) de este sistema, hemos podido ver el alejamiento continuo y progresivo de cualquier vinculación local y el dominio absoluto de la internacionalización agroalimentaria.

Este acelerado proceso de globalización-regionalización competitiva apoyado con los fondos públicos generosamente otorgados tanto por la Unión Europea como por su rival en los mercados globales Estados Unidos, ha llevado a un cambio total también en la división internacional del trabajo agrario. Por ejemplo, a principios del siglo XXI, EE.UU. y Europa figuran como los mayores proveedores en los mercados mundiales de productos de clima templado que sirven de base a la alimentación mundial. (Y eso aunque las importaciones en cifras totales de los países “desarrollados” seguían superando a las de los países “en desarrollo”). Pero, más importante: EE.UU. controla cerca del 85% del mercado mundial del maíz, el 80% del mercado de la soja y del sorgo, y casi el 40% del trigo. Junto con Australia el 60% de los cereales. Por su parte la Unión Europea pasó de ser importador neto a ser exportador importante de cereales, carne y productos lácteos desde los años 80 del siglo XX.

Se difumina cada vez más la distinción entre agricultura, industria y, mucho más en los últimos años, capital especulativo financiero. Como dijimos, la primera pierde de forma casi completa su carácter de sector independiente

Necesidad de un nuevo paradigma para el campo

La Política Agrícola Común (PAC), tal y como ha sido pensada y gestionada hasta hoy, presenta elementos de notable criticidad, con consecuencias negativas tanto sobre el mundo productivo como sobre los consumidores.

En primer lugar, está gobernada por una grave desigualdad: los recursos financieros del denominado “primer pilar” (que comprende medidas destinadas al sostén del mercado, en particular a pagos directos a los productores) están distribuidos de manera fuertemente desigual entre las diferentes producciones, entre las diferentes empresas agrícolas (pequeñas, medianas, grandes) y entre los diferentes Estados Miembros.

En segundo lugar, favorece un modelo de consumo profundamente desequilibrado: de 500 millones de habitantes, 250 millones tienen sobrepeso y 42 millones viven en condiciones de serias privaciones mientras que todos los años se derrochan 90 millones de toneladas de alimentos.

De hecho, la comida ha perdido su propio valor intrínseco y el precio es el único parámetro útil para orientar opciones alimentarias.

En tercer lugar, envilece la importancia del trabajo en el sector agroalimentario: una reciente investigación de Eurostat (Instituto de Estadística Europeo), señala que, en conjunto, en Europa la ocupación agrícola ha descendido hasta un 25% en menos de 10 años, con una pérdida total de 3,7 millones de puestos de trabajo.

Este descenso de la ocupación no se ha visto correspondido con un aumento de las rentas de los trabajadores del sector agrícola comparable al de otros sectores, es más, el nivel profesional –y en consecuencia la renta- ha descendido progresivamente. La renta insuficiente de los agricultores es una de las causas de la desaparición de muchas producciones agrícolas.

Para citar algún datos del campo español es oportuno recordar que la población activa total del campo en el año 1964 era del 33%; en 1987 del 13,8% y ahora alcanza el 4% de la población ocupada.

En lo referido a la renta agraria, desde 1973 a 1988 su volumen total se redujo en un 30%, entre el año 2007 y 2008 bajó de más del 5%, mientras que la relación entre renta agraria y el endeudamiento pasó de ser de un 34% en el año 1965 a un 70% en 1985.

Si hablamos de pensiones, la pensión media de un agricultor es un 44% más baja que a general, con una pensión media de 529 Euros en el año 2010.

Los precios para el productor caen casi todos en picado, aunque la industria alimentaria es una de las pocas que reflejó superávit en la balanza comercial en el año 2010 (en el periodo enero agosto con una cifra superior del 67,3% al año 2009). Algunos se enriquecen sobre la piel de muchos.

El modelo agroalimentario industrial, que se ha afirmado en el curso de los últimos cincuenta años, es también una de las causas de la más grave crisis ambiental y climática jamás vivida por la humanidad.

Por un lado, los recursos naturales –como el agua, el suelo, las forestas, los bosques…- han sido considerados inagotables y explotados de forma indiscriminada, deteriorándose de manera irreversible.

Por el otro, la agricultura industrial ha venido haciendo un uso cada vez más desenfrenado de input externos de origen fósil: fertilizantes químicos, pesticidas, materiales plásticos.